miércoles, 5 de octubre de 2011

Marcharon a tocar el Cielo.

Cuantos atardeceres como este. El Sol lentamente bajando, formando una franja rojiza, de espectaculares contrastes; allá, en el infinito, donde la Tierra y el Cielo se unen, al final de las vistas infinitas, donde siempre se trasladaba la inquietud de un deseo – Cualquier día andaremos hasta allí y en aquel punto donde el Sol se pierde y la Tierra y el Cielo se unen tocaremos el Cielo-.
Aquel día ante la magia destellante del atardecer y ensimismados en deseos de llegar al final de esa llanura infinita donde la Tierra y el Sol se unen, una figura de vestimenta sobria, andares encorvados, de tez tersa y curtida en años y de mirada pausada, les susurro sobre sus sueños: ¡Allá!, en los inicios de la historia, en este lugar de áspera labranza, donde las necesidades obligaban a entrar entre estas ciénagas palustres y andar hasta los pueblos vecinos para traer los sustentos que ayudaban a una escasa pervivencia. En este lugar y ante el escaso futuro, el Consejo de ancianos del lugar determinó mandar una expedición ¡allá!, al final de la tierra infinita, donde el Cielo y la Tierra se unen, para aclamar su voluntad de progresar.
Fueron meses de preparación, donde se seleccionaron hombres robustos y fornidos. La proclama decía: “Todos aquellos que hayan pasado la bisoñez y su edad no entre en la miranza de obras, están obligados a presentarse en reclama para sometimiento a la consideración de formar cuerpo expedicionario donde la Tierra y el Cielo se tocan (no se admiten justificantes del curandero)”.
Después de severas pruebas de selección, se les doto de un carro de una vara, tirada por cuatro mulas vigorosas, de soberbia altura y ancha grupa, tres de ellas tordas y otra parda. El carro dotado de llantas de hierro, aumentando su dureza y con meriñaque, dando mayor prestanza, fue cargándose con quesos, chorizos y jamones curados, unos melones y uvas colgando, hogazas de pan, alcuzas de aceite, toneles de vino tinto y blanco, molienda de trigo y una libra de azafrán para posibles pagos y adquisiciones, finalizando sendas vasijas con grasa de engrase para el eje, varios terrones de sal y tres escusas para hacer recorridos de reconocimiento, todo ello bien tapado con siete mantas cuarteleras.
Aquellas gentes, siempre, generación tras generación, se habían transmitido la seguridad de estas sus tierras, llanas e interminables. La aventura que pronto debían de comenzar les desvelaban los sueños y les removían las entrañas, de donde nacían fantasmas de desasosiego. Todo a punto y como última consulta más allá del aguratio, acudieron al Arúspice que tras ver los patos en las orillas que se metían entre las piernas de los ancianos consultores, manifestó que la salida de la expedición debía ser con la primera luna llena, donde el contacto del pato con las patas de los ancianos consultores auguraba un buen camino de la expedición. El Consejo de ancianos sonrió. En pago le entregaron tres tencas y media fanega de harina; en ese momento el arúspice giro la vista hacia arriba y vio los nidos de cigüeñas todavía sin ocupar, mal barrunto era, pero esto callo.
Cubiertos sus cuerpos con sarianas, pero dotados con pellizas para el duro invierno, y ataviados los pies con pellica de cabra de cerripatos, aquella temprana mañana de luna llena y con el tintineo de las campanas partieron.
Las figuras de aquellos elegidos, de paso firme y lento, de mirada penetrante y miedos adentros, se fue alejando. Primero enmudecieron sus paso, luego se fue amortiguando el chirrio del eje y el sonido de las ruedas y el último eco en la lejanía fue el relincho de la mula parda (eso dijeron los entendidos del lugar).
Al principio viajeros de los pueblos más cercanos hablaban de la expectación que creaban en su marcha, siempre en dirección oeste, con el paso del tiempo se alargaron los silencios y tardaron en llegar las noticias, el viento comenzó sólo a traer relatos e historias que poco a poco parecía querer convertirlo en leyenda, susurrando que unos hombres de tierras bajas y llana querían llegar allí donde la tierra y el Cielo se junta por ser llanuras infinitas, después de un amplio andar y vagar, dieron con los hombres de las tierras altas, allí donde la montaña se empinan de formas infinitas, donde la inmensidad de sus alturas acaban uniéndo la Tierra con el Cielo. Ellos no se amedrantaron y sabiendo de la encomienda que tenían subieron y subieron. Escalando más allá de donde los hombres de las tierras altas nunca llegaron, queriendo llegar allí donde la Tierra quiere penetran en lo más profundo del Cielo.
Los susurros del viento se esparcieron, pero nunca han llegado a enmudecer.
Historia, Azaña, leyenda, cuento,… lo que es cierto es que desde aquellos entonces hasta estos ahoras, cada noche de cielo estrellado en lo más alto se dibuja un carro de vara rodeado de estrellas, fuerte y vigoroso, siempre tocando el Cielo.


El pasado día 11 de septiembre me sume a la aventura, junto con unos cuantos atletas laguneros. El reto surgió durante el frio de invierno, quizás sin tener ninguna perspectiva de lo que significa subir, entendiendo por esto, que lo más alto que suelo subir cuando corro por los llanos manchegos es el cerro de las lagunas, desde este punto de vista, fui asimilando lo que podía ser correr 13,100 km en subida continua y con tramos de desnivel de un 22%.
Mi primer y único test fue durante el mes de julio con la carrera del Rock and Roll, carrera de subida y bajada con más de un km de fuerte subida (25%), al finalizar pensé el 11 de septiembre “agonizo en aquel infierno”.
La expedición de laguneros y acompañantes, estableció el campo base en la mañana del viernes, día 9 de septiembre del año en curso, después del despliegue de banderas e insignias marcando el territorio, se concentraron en una esforzada labor de adentrarse en aquellos terrenos de montañas y valles, degustando sus abundantes sabores, siempre regados con “fresquitas” sidras naturales escarciadas con instrumentos tecnológicos para su mayor aprovechamiento, dando como resultado unos cuerpos perfectamente preparados para asumir el Desafio.
La mañana del día 11 de septiembre ofrecía las condiciones idóneas, temperatura agradable, encapotamiento del cielo y sobre todo mucho ánimo, revuelto con ganas. Todos juntos y con el ritual establecido cantamos al unísono la consigna: “Angliru, Angliru, Angliruuuu”.
Una vez dada la voz de salida, dio comienzo nuestra peculiar carrera de subida extrema.
Como he dicho, fue aquel mes de julio, quien me puso los pies en esta tierra tan cuesta arriba, si a esto le sumo mis miedos y las palabras que acumule de aquellos expertos que antes de salir corriendo cuesta arriba, manifestaban. “no te dejes llevar por los primeros km, que sus pendientes no es nada para el tramo final”, “las últimas cuestas son autenticas paredes” “es casi imposible no andar” “guarda fuerzas para el final”, “los últimos tramos tienes que tirar de riñones, si puede y no te duelen”,… me dejaron claro que debía programar una carrera de sufrimiento sostenido para el disfrute de aquel paraje, por cierto, allí me encontré con algún que otro paisano, recuerdo que uno de ellos me dijo que el precursor y organizador de esta prueba fue un paisano de Ocaña.
La carrera la comencé con ánimo y a un ritmo lento, mi objetivo era escalar lo máximo sin dejar de correr, esta vez me envolví en la cintura mi cámara compacta chiquitilla; después de varias pruebas elegí la ubicación y modo de agarre que facilitara su fácil desenfunden y disparo.
Según iba avanzando cuesta arriba me fui dando cuenta de que la montaña me ofrecía un soberbio espectáculo. Vistas no acostumbradas a ellas, montañas, valles y alturas sorprendentes, a la lejanía y en subida serpenteantes colorido de atletas en firme escalada, hacia abajo una fuerza que te intentaba obligar a deshacer el camino conquistado.
No dejo de reclamar la ayuda de algún que otro animador, escalador o montañero para que inmortalice mi subida, también aprovecho para lanzar mis fotos: paisajes, rótulos en el suelo sobre la vuelta ciclista, atletas corriendo o andando, animales, paisanos, curvas zigzagueantes de filo empinado. El paisaje y las emociones me hace seguir hacia arriba, no sé si corro o troto, a veces me doy cuenta que otros atletas andando estratégicamente me adelantan, quiero aguantar corriendo hasta que leo “el infierno” , a partir de aquí alterno un andar con intención de rapidez, con una esforzada voluntad de seguir corriendo cuanto más pueda.
Cuando recibo la fuerza del viento de manera retadora, es en ese momento en el que siento que mi cuerpo no pueden ir mucho más allá, pero también percibo que la conquista del Angliru va ha ser una realidad.
Faltan poco más de cuatrocientos metros, siento unas voces que dan gritos de ánimo, me pongo a saltar, intento bailar al llegar a ellas, todos comenzamos a correr, Paula, ascensión, Sara, M. Ángeles, Rosa entrando a la línea de meta todos con los brazos alzados.
En la altura, delante el viento, con la euforia, lleno de adrenalina, por el reto y quizás la rabia, mi deseo fue gritar y con todas mis fuerzas grite.

JMR